18 nov 2014

Fue corriendo hasta la estación, relato erótico de David J. Skinner

Fue corriendo hasta la estación. El corazón parecía querer salírsele del pecho, pero eso no hacía que su ritmo disminuyera. Debía llegar antes de que el autobús partiera.
Miró su reloj, un caro aparato que desentonaba con su ropa, más propia de un adolescente que de un hombre hecho y derecho. Las cuatro en punto. En media hora, la mujer que amaba desaparecería –quizá para siempre– de su vida. No iba a permitirlo.
Las dársenas estaban repletas de gente, y él no sabía hacia dónde dirigirse. Se arrepintió de no haber consultado por la red cuál era su objetivo, pero aquello tampoco lo detendría. Apartó a la gente sin ningún miramiento, mientras iba siendo objeto de múltiples reproches y miradas airadas.
Ahí estaba.
Agarró su brazo, con firmeza y suavidad. Sin hablar, comenzó a acercar sus labios a los deseables y deseosos labios de ella, y se fundieron en un apasionado beso. Empujados por una fuerza superior, por algo que estaba por encima de ellos dos, ambos comenzaron a quitarse la ropa en medio de la multitud, que no daba crédito a lo que allí ocurría. Se escuchó un grito de asombro cuando los pechos de la joven quedaron expuestos, y más de uno encolerizado cuando ambos quedaron desnudos de cintura para abajo.
Esa imprevisible, aunque no imprevista, situación siguió su curso normal. Como si estuviesen solos en una cómoda habitación, y no en una estación abarrotada y con olor a gasolina, las manos de él, que ya recorrían todo su cuerpo, dieron paso a la ávida boca. La húmeda lengua encontró, finalmente, el también húmedo rincón íntimo de ella, que comenzó a gemir descontroladamente.
A esas alturas, nadie había avisado aún a los guardas de seguridad; así se encontraban de petrificados ante el espectáculo. Mudos, contemplaron a la chica inclinándose y cómo, tras unos cortos pases con su lengua, se introducía por completo el estimulado miembro del hombre en su pequeña boca de labios perfectos. Sus ojos, cuyo color no resultaba fácil de discernir bajo las mortecinas luces del lugar, observaban a su compañero, a su amante, a su amado, con una expresión que provocó más de una erección entre los asistentes. Escasos minutos después, la pareja se tumbó en el sucio suelo para llegar al punto álgido del acto. El primer guarda llegó en aquel instante, aunque fue incapaz de hacer o decir nada.
Más de un testigo hubiera podido jurar que las luces comenzaron a parpadear en el momento justo del clímax. Ninguno de los dos gritó, ni gimió. Era algo tan grandioso, tan sublime, tan digno de adoración por hombres y por dioses que no podía ser expresado de esa forma.

Mas, en realidad, él no llegó a tiempo. No pudo despedirse, ni besarla, ni hacer el amor con ella. El autobús ya había partido, y esa imagen que había recorrido su mente, puede que las mentes de todos los presentes, se desvaneció a la par que su acelerado corazón se detenía. Su último latido fue para ella, por ella. Por los dos.
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