Fue corriendo hasta la
estación. El corazón parecía querer salírsele del pecho, pero eso no hacía que
su ritmo disminuyera. Debía llegar antes de que el autobús partiera.
Miró su reloj, un caro
aparato que desentonaba con su ropa, más propia de un adolescente que de un
hombre hecho y derecho. Las cuatro en punto. En media hora, la mujer que amaba
desaparecería –quizá para siempre– de su vida. No iba a permitirlo.
Las dársenas estaban repletas
de gente, y él no sabía hacia dónde dirigirse. Se arrepintió de no haber
consultado por la red cuál era su objetivo, pero aquello tampoco lo detendría.
Apartó a la gente sin ningún miramiento, mientras iba siendo objeto de
múltiples reproches y miradas airadas.
Ahí estaba.
Agarró su brazo, con firmeza
y suavidad. Sin hablar, comenzó a acercar sus labios a los deseables y deseosos
labios de ella, y se fundieron en un apasionado beso. Empujados por una fuerza
superior, por algo que estaba por encima de ellos dos, ambos comenzaron a
quitarse la ropa en medio de la multitud, que no daba crédito a lo que allí
ocurría. Se escuchó un grito de asombro cuando los pechos de la joven quedaron
expuestos, y más de uno encolerizado cuando ambos quedaron desnudos de cintura
para abajo.
Esa imprevisible, aunque no
imprevista, situación siguió su curso normal. Como si estuviesen solos en una
cómoda habitación, y no en una estación abarrotada y con olor a gasolina, las
manos de él, que ya recorrían todo su cuerpo, dieron paso a la ávida boca. La
húmeda lengua encontró, finalmente, el también húmedo rincón íntimo de ella,
que comenzó a gemir descontroladamente.
A esas alturas, nadie había
avisado aún a los guardas de seguridad; así se encontraban de petrificados ante
el espectáculo. Mudos, contemplaron a la chica inclinándose y cómo, tras unos
cortos pases con su lengua, se introducía por completo el estimulado miembro
del hombre en su pequeña boca de labios perfectos. Sus ojos, cuyo color no
resultaba fácil de discernir bajo las mortecinas luces del lugar, observaban a
su compañero, a su amante, a su amado, con una expresión que provocó más de una
erección entre los asistentes. Escasos minutos después, la pareja se tumbó en
el sucio suelo para llegar al punto álgido del acto. El primer guarda llegó en
aquel instante, aunque fue incapaz de hacer o decir nada.
Más de un testigo hubiera
podido jurar que las luces comenzaron a parpadear en el momento justo del
clímax. Ninguno de los dos gritó, ni gimió. Era algo tan grandioso, tan
sublime, tan digno de adoración por hombres y por dioses que no podía ser
expresado de esa forma.
Mas, en realidad, él no llegó
a tiempo. No pudo despedirse, ni besarla, ni hacer el amor con ella. El autobús
ya había partido, y esa imagen que había recorrido su mente, puede que las
mentes de todos los presentes, se desvaneció a la par que su acelerado corazón
se detenía. Su último latido fue para ella, por ella. Por los dos.
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