11 dic 2014

Relato erótico de Andrés Fornells: Un encuentro sublime


Ella le ofreció abiertas las sedosas columnas de sus piernas alabastrinas, mostrando la lenta languidez de un hada somnolienta. Durante algunos segundos él contempló, totalmente embelesado su bellísima, impactante desnudez. Sus ojos la acariciaron con la absoluta admiración que merece una obra maestra de la creación. Ella separó un poco más sus perfectamente torneados muslos y le ofreció su granada levemente entreabierta, afrodisíaco, irresistible manjar para un famélico de amor.
            Controlando su voracidad, su hambre de ella, él se arrodilló con veneración, y con veneración hundió el rostro en el delicioso vértice de carne cálida, trémula, palpitante. Y una oleada de ternura lo recorrió convirtiéndole la sangre en mil. Despacio, con el respeto que merece todo lo sublime, apresó delicadamente entre sus ardientes labios el rubí dulcemente salado que, al contacto su boca comenzó a endurecerse, a expandirse. Su ávida lengua, llama húmeda, apasionada, febril, realizó artísticos giros en torno al precio-so rubí provocándole que endureciera más y más.
            Ella empezó a gemir tan bajito que parecía más bien que suspiraba. Y comenzó a verter con prodigalidad sus afrodisíacas esencias.
            Él, con la exquisitez de un gourmet, lamía, la rozaba cuidadosamente con sus dientes, absorbía con fruición.
            Ella gemía de placer. Ella, enardecida de pasión, rotaba ya acelerando el ritmo sus caderas esculturales. Ella estaba ya apunto de enloquecer por el inmenso, volcánico, irresistible placer que experimentaba.
            Ella hundió, amorosa, sus trémulas manos entre los cabellos del hombre que la estaba llevando a la gloria y le apretó la cabeza para que se quedara eternamente preso donde se hallaba en aquellos divinos momentos.
            Ella finalmente estalló exhalando grititos de inconmensurable, indescriptible gozo. El rostro masculino hundido en el paraíso femenino permaneció un tiempo disfrutando, paladeando las esencias vaginales hasta la última gota de la ambrosía que ella le regalaba directamente desde el pebetero ardiente de sus generosas entrañas.
            Después, rendida, con los brazos en cruz, los parpados abatidos, en su rostro una expresión de supremo éxtasis, la boca entreabierta en una suave sonrisa de felicidad dejó transcurrir unos pocos minutos durante los cuales él la estuvo adorando con la mirada, y ella recupero fuerzas para finalmente pedirle:
            —Ámame, mi amor. Lléname con tu fiera, amorosa espada. Penetra hasta lo más hondo de mi ser. Te juro que jamás amaré, que jamás podré amar a ningún hombre como te amo a ti en este momento.
            Él convertido en único, absoluto dueño de su cuerpo y de sus sentimientos. Con-vertido en un dios por ella, la penetró muy despacio, recreándose al máximo hasta que el último milímetro de su poderosa hombría, entregada, pasó a pertenecerle a ella.